Yo lo estaba tirando todo a mis espaldas. Tenía que viajar 59 kilómetros de ida y vuelta para ir a trabajar. También lo había escogido así. O no me había tocado de otra. Pero en realidad estaba deseando La Habana desde que me fui de ella. En el pueblo donde vivía me habían censurado. Ernesto, aquel director improvisado vigilaba todo lo que yo publicaba en un blog que me había hecho. Ni sé para qué. Pero ahí escupía palabras. Y me gustaba. Se molestó cuando escribí ahí que era algo estúpido prohibirle a un periodista que se olvidara del periodismo crítico porque había que decir lo bueno por aquellos días históricos.
Así llevamos años. Diciendo lo bueno, en días históricos y en cualquier día. El ejercicio en profundidad del periodismo anda perdido. Y yo, por eso y por más, cada día quería saber menos del periodismo. Y me importaba menos lo que sucedía con el periodismo y con los que lo hacen. Había llegado a repugnarme. A nausearme.
Luego se molestó más porque se enteró no sé por quién (yo publicaba mis estados en Facebook personalizados para que él y los demás jefes no los vieran) que yo había posteado que mi jefe me había llamado la atención. Así, eso fue lo que escribí: Sinónimo de “templar” que no sea cursi, y que no sea “follar” porque “follar” es de los españolitos… Me han llamado la atención porque dije -según me dijo- una mala palabra en mi blog… Bastó con el debate.
Por aquellos días yo había escrito un relato y usé la palabra “templar” como sinónimo de “singar”. Vaya, que no quise ser tan explícita. Y así y todo, los informantes se Sigue leyendo